En los últimos años se ha producido una evolución en la forma de considerar al sector privado dentro de las políticas de cooperación al desarrollo. Así, buena parte de los actores del mundo de la cooperación coinciden hoy en la necesidad de otorgar un papel más relevante a las empresas como agentes de desarrollo: «Uno de los actores cuya integración en el sistema de cooperación para el desarrollo es fundamental y supone un reto por su potencial como actor de desarrollo es el sector privado empresarial», dice el Plan Director de la Cooperación Española 2009-2012. Para ello, las asociaciones público-privadas, definidas en dicho plan como «una de las formas de participación de la empresa en la cooperación y la que implica un mayor grado de colaboración entre la misma y el sistema público», parecen configurarse como el principal instrumento que, sumado a la reformulación de otros mecanismos ya existentes, permitirá impulsar el nuevo rol de las compañías privadas en las estrategias de cooperación al desarrollo como «una vía de incentivación del crecimiento económico para la reducción de la pobreza».
Para lograr la implementación de estas alianzas, y concretar así la aplicación del paradigma de la Responsabilidad Social Corporativa en el mundo de la cooperación, ha de producirse una redefinición de la relación triangular entre Estados, empresas y ONG. El principal argumento para justificar este modelo de “capitalismo inclusivo” es que redundará en beneficios para los tres actores implicados: primero, para las instituciones públicas y los organismos internacionales, para los que «se busca generar un “efecto palanca”, es decir, la posibilidad de atraer un volumen significativo de fondos privados con modestas aportaciones públicas» (Botella et al., 2010); segundo, para el sector privado, que «puede beneficiarse de la intervención pública para tener acceso a según qué mercados y poder generar un diálogo más fluido con los gobiernos receptores y las comunidades locales» (Casado, 2007); finalmente, para las organizaciones no gubernamentales: «afortunadamente, cada vez hay más ejemplos de colaboración adecuada entre empresas y ONG», dice Ignasi Carreras (2006), «lo cual permite que éstas dispongan de más recursos económicos, contribuciones en especie y de servicios especializados para llevar a cabo su misión».
En este contexto, desde diferentes centros de estudios, académicos, ONGD y movimientos sociales se viene planteando la necesidad de fomentar un debate sobre cuál debe ser la relación de las grandes empresas con las políticas públicas y con las organizaciones de desarrollo. Tomando como punto de partida los estudios sobre desarrollo realizados en la última década, críticos con los efectos de la inversión extranjera directa y de la entrada de capitales extranjeros a los países periféricos como forma de solucionar las desigualdades sociales (véanse, por ejemplo, los libros e informes publicados por OMAL en los últimos años), diversos autores se cuestionan la pertinencia de tejer una alianza entre el sector privado y el mundo de la cooperación con el fin de luchar contra la pobreza.
La RSC y los negocios inclusivos en “la base de la pirámide”
«Las empresas han hecho un ejercicio interesante y responsable. Se han ido creyendo la Responsabilidad Social Corporativa», asegura la secretaria de Estado de Cooperación Internacional, que añade: «El sector privado tiene en marcha proyectos vinculados con la lucha contra la pobreza importantes, sobre todo en América Latina», dice Soraya Rodríguez. Y es que la RSC, esa novedosa estrategia de gestión empresarial que en la pasada década han adoptado las grandes corporaciones de cara a reconfigurar sus relaciones con el resto de la sociedad y seguir consolidando y ampliando sus negocios (Hernández Zubizarreta y Ramiro, 2009), se ha convertido en el soporte conceptual que permite intensificar la incorporación del sector empresarial a las políticas de cooperación.
En este sentido, Domínguez Martín (2011) mantiene que «la Responsabilidad Social Corporativa es a las empresas lo que la cooperación internacional para el desarrollo es a los gobiernos. La primera, como estrategia empresarial, y la segunda, como política pública concertada, están destinadas a entenderse». En la misma línea, la Comisión de Asuntos Iberoamericanos del Senado aprobó hace poco más de un año el informe de la ponencia sobre el papel de las empresas españolas en América Latina, en el que se incluía la recomendación de vincular la cooperación al desarrollo con el sector privado en el marco de la RSC: «Algunas empresas reclaman una mayor participación en los programas y fondos de la cooperación española. Aluden a la compatibilidad entre los intereses empresariales y los de la cooperación al desarrollo», por lo que se trataría de «crear vínculos entre la RSC y la cooperación al desarrollo de cara al desarrollo de sinergias entre ambos campos».
El fundamento en el que se sustenta este renovado esquema de negocio son las teorías de “la base de la pirámide” (figura 1), un modelo con el que las empresas pretenden incluir en el mercado global a las dos terceras partes de la población mundial que están excluidas de la sociedad de consumo: «los pobres deben convertirse en consumidores activos, informados y participantes. De la creación conjunta de un mercado en torno a las necesidades de los pobres puede resultar el alivio de la pobreza», dice el autor de referencia de esta teoría (Prahalad, 2005). La idea central sería, por tanto, que «la base de la pirámide, como mercado, proporciona una nueva oportunidad de crecimiento para el sector privado y un foro para la innovación» y, por ello, «los mercados de la base de la pirámide deben convertirse en parte integral del trabajo del sector privado».
Para asegurarse esas «oportunidades significativas aún sin explotar latentes en los mercados de la base de la pirámide» a las que se refiere Prahalad, las corporaciones transnacionales, las asociaciones empresariales y las escuelas de negocios están poniendo en marcha múltiples iniciativas de “negocios inclusivos” (Lariú y Strandberg, 2009; Márquez et al., 2010; Jaramillo, 2010), con las que tener en cuenta a los sectores empobrecidos no sólo como consumidores sino también como empleados, proveedores, contratistas y, en general, como “grupos de interés”. Éste es el caso, entre otras muchas plataformas, del International Business Leaders Forum, cuyo lema es: «Inspirando a los líderes empresariales para ayudarles a construir un mundo sostenible»; del World Business Council on Sustainable Development, que trabaja «ayudando a las compañías a prosperar y a mantener a largo plazo su licencia para operar, innovar y crecer»; del Laboratorio Base de la Pirámide, que tiene como objetivo «reducir la pobreza mediante soluciones de negocio innovadoras y sostenibles»; y de la plataforma NextBillion en español, cuyo fin es «explorar y promover interés en modelos de negocio creativos e innovadores que puedan servir a 360 millones de latinoamericanos que viven en condiciones de pobreza».
En esta línea, las compañías multinacionales españolas ofrecen una batería de “negocios inclusivos” con la justificación de servir como el motor de desarrollo de las capas más desfavorecidas de la población, que van desde el aumento de la cobertura del servicio eléctrico en zonas rurales hasta los préstamos para el consumo de electrodomésticos (Reficco, 2010), pasando por la capacitación de usuarios para el mantenimiento de las redes de distribución de gas y electricidad, programas de microcrédito para incluir en el sistema financiero a los estratos más bajos, comercialización de productos en comunidades con bajos ingresos, infraestructuras para favorecer la integración comercial...
Por poner un ejemplo: en América Latina, donde se calcula que un 60% de la población no tiene ninguna relación con los bancos, el BBVA ha diseñado un plan de “bancarización”: «La inclusión financiera es uno de los ámbitos prioritarios de nuestra política de responsabilidad corporativa», dice en su programa Banca para Todos, y «sólo podremos combatir la pobreza si las personas con mayores necesidades logran acceder a un sistema financiero que apoye a sus emprendedores, que dinamice sus economías locales y que posibilite un crecimiento económico inclusivo».
Eso sí, como dice Prahalad en su libro, «las oportunidades de negocio que se encuentran en la base de la pirámide no pueden aprovecharse si las empresas grandes y pequeñas, los gobiernos, las organizaciones de la sociedad civil, las agencias de desarrollo y los mismos pobres no trabajan unidos, con una agenda compartida». De ahí que, para lograr el acceso a nuevos mercados y consolidar su dinámica de expansión global en el marco de lo que Harvey (2004) llama “acumulación por desposesión”, las corporaciones transnacionales hayan apostado por incluir este discurso en las agendas de cooperación internacional y por establecer alianzas con las administraciones públicas y las organizaciones no gubernamentales.
Las alianzas público-privadas en la agenda de la cooperación internacional
En el último medio siglo de Ayuda Oficial al Desarrollo, el sector privado ha participado en las políticas públicas de desarrollo de muy diversas formas. Ya sea de forma explícita (licitaciones, contratas, gestión de la ayuda, etc.) o bien mediante fórmulas indirectas (como la ayuda ligada, que en el caso español se ha venido concretando a través de instrumentos como, por ejemplo, los controvertidos créditos FAD) (Gómez Gil et al., 2008), la implicación de las empresas en las estrategias de cooperación al desarrollo es una realidad antigua.
Sin embargo, en la última década se ha producido un relevante cambio de discurso en la agenda internacional de desarrollo, con el que se ha venido a legitimar y formalizar una participación todavía mayor del sector privado. Para ello, las grandes empresas, por una parte, han ido amoldando su discurso a los conceptos que rigen las políticas de los organismos internacionales (Objetivos de Desarrollo del Milenio, respeto a los derechos humanos, sostenibilidad medioambiental), mientras que, por otra, los donantes multilaterales y bilaterales han venido trabajando en la articulación de un discurso que combine los objetivos empresariales con los defendidos desde las instituciones que trabajan por el desarrollo humano. Se trata de dos procesos complementarios: mientras los “negocios inclusivos” se destinan a integrar en el mercado a los sectores empobrecidos, “los de abajo”, las alianzas público-privadas están orientadas a incorporar en la agenda de desarrollo a las grandes empresas, “los de arriba” (Domínguez Martín, 2008).
«Nuestro tiempo exige una nueva constelación en la cooperación internacional: gobiernos, sociedad civil y sector privado trabajando juntos en pro de un bien colectivo mundial», decía Ban Ki-moon en enero de 2009 para celebrar los diez años de existencia del Global Compact (Pacto Mundial), una iniciativa presentada una década antes por Kofi Annan, su antecesor en la secretaría general de la ONU, para «tejer una alianza creativa entre Naciones Unidas y el sector privado» que pudiera «dar una cara humana al mercado global». Para Naciones Unidas, por tanto, el sector empresarial debe ser un actor principal en la erradicación de la pobreza y, como dice el ODM nº 8, en «fomentar una alianza mundial para el desarrollo».
Esta visión del “potencial del empresariado al servicio de los pobres” es la que la ONU ha venido difundiendo a través de sus reuniones, fundaciones y publicaciones, así como mediante diferentes instrumentos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) (véanse las iniciativas Growing Inclusive Markets, Inclusive Market Development y Bussiness Call to Action). Y todo ello se ha traducido en los diferentes acuerdos alcanzados en las cumbres y foros internacionales sobre desarrollo que se han realizado en esta década: el Foro de Roma sobre Armonización (2003); los Foros de Alto Nivel sobre Eficacia de la Ayuda de París (2005) y Accra (2008); las cumbres sobre financiación del desarrollo de Monterrey (2002) y Doha (2008).
Las instituciones financieras internacionales ligadas al desarrollo también poseen sus instrumentos para trabajar en la consolidación de las alianzas público-privadas: el Banco Mundial trabaja en ello a través de la Corporación Financiera Internacional (IFC), mientras el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) lo hace mediante el Fondo Multilateral de Inversiones (FOMIN) y dispone de recursos y oficinas específicas dedicadas a la constitución de estas alianzas. Por su parte, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), además de tener una división de desarrollo del sector privado, ha puesto en marcha una red que se ocupa de analizar las alianzas público-privadas. Con todo ello, en los últimos años, el peso del sector privado en los programas de las instituciones financieras internacionales ha crecido notablemente: según la Plataforma 2015 y más, «la financiación del sector privado por parte de los bancos multilaterales de desarrollo aumentó diez veces desde 1990, desde menos de 4.000 millones de dólares hasta 40.000 millones de dólares al año» (Tricarico, 2010).
Del mismo modo, las agencias de cooperación de diversos Estados han creado también organismos específicos para el desarrollo de las alianzas público-privadas y muchas de ellas han adaptado sus mecanismos de financiación para facilitar la incorporación de los actores privados con ánimo de lucro. Pueden verse, al, respecto, los ejemplos de las agencias de Estados Unidos (USAID), con su programa Global Development Alliances; Alemania (GTZ), con develoPPP; Reino Unido (DFID), con su Private Sector Department; y Holanda (SNV), que ha constituido junto al WBCSD la plataforma Inclusive Business. En el caso del Estado español, en el II Plan Director de la Cooperación española (2005-2008) ya se incluían las menciones a las «iniciativas de colaboración entre el sector público y el sector privado» con el fin de «conjugar los esfuerzos de la empresa privada y del Estado para la consecución de objetivos de desarrollo en los países socios». Y, finalmente, en el III Plan Director (2009-2012) se concretó la línea estratégica de «fomentar el diálogo, la coordinación y la acción conjunta entre el sector privado, el sector público y las organizaciones de la sociedad civil».
«La novedad de este instrumento recomienda abordar su puesta en práctica de forma gradual y progresiva, comenzando con la puesta en marcha de experiencias piloto que permitan ir generando buenas prácticas y los aprendizajes necesarios para su óptima utilización», dice el plan director vigente y se recomienda desde diferentes publicaciones de la Fundación Carolina (Casado, 2007 y 2008; Mataix et al., 2008). Así, en la cooperación española ya se están produciendo las primeras asociaciones conjuntas de este tipo: el pasado verano, por ejemplo, se acordó constituir una alianza público-privada en la región peruana de Acobamba entre la secretaría de Estado de Cooperación, tres empresas (Telefónica, BBVA y Santillana) y cuatro ONG (Ayuda en Acción, Ecología y Desarrollo, Entreculturas-Fé y Alegría, Solidaridad Internacional), proyecto para el que se han destinado 6 millones de euros. Otros ejemplos de alianzas público-privadas que, en la actualidad, está desarrollando la AECID son la iniciativa Salud 2015 Mesoamérica, el apoyo mediante créditos a Progresa Capital en Colombia, así como diferentes actuaciones en la línea de los “negocios inclusivos” con COPADE en Centroamérica y con el PNUD en Angola.
Todo ello tiene cabida en el nuevo enfoque de la cooperación española, que se alinea con las directrices del Libro Verde de la Comisión Europea (2010) e incluye como uno de los sectores principales el “crecimiento económico para la reducción de la pobreza” (DGPOLDE, 2010), previendo para las asociaciones con el sector privado distintas vías de financiación que van desde los instrumentos tradicionales (subvenciones a ONGD a través de convenios y proyectos; subvenciones de Estado bilaterales o multilaterales) a otras herramientas innovadoras (como el FONPRODE y la línea específica de “cooperación empresarial al desarrollo”).
«Ten la visión de algo grande. Pero empieza con algo que puedas manejar, que pueda ser flexible y que puedas ir construyendo según vayas aprendiendo», dice Denise Knight, responsable del programa de Coca-Cola en alianza con USAID. Y parece que eso es justamente lo que están haciendo las empresas y los organismos públicos, pero para completar la arquitectura del triángulo del “capitalismo inclusivo” necesitan, además, contar con un tercer vértice: las organizaciones de la sociedad civil.
Las ONGD y el debate confrontación-colaboración
El que las ONG y las grandes empresas lleven a cabo actividades de forma conjunta, en realidad, tampoco es un hecho especialmente novedoso: ya a finales de los años noventa, por ejemplo, tuvo lugar un debate en el seno de las organizaciones españolas de cooperación al desarrollo a raíz del uso del llamado “marketing con causa” (Gómez Gil, 2005; Nieto, 2002). En la actualidad, las ONG pueden relacionarse con estas compañías a través de múltiples líneas de acción conjunta: cofinanciación de proyectos y campañas, patrocinio de actividades, captación de fondos, creación de fundaciones, emisión de certificaciones y avales a los códigos de conducta, participación en voluntariado corporativo (Lemonche, 2011) y, ahora también, mediante las alianzas público-privadas. En todo caso, puede decirse que existen importantes diferencias en el posicionamiento que tienen las ONGD acerca de su relación con las grandes corporaciones, no ya sólo en cuanto a la utilización de la imagen de solidaridad en campañas publicitarias sino, sobre todo, en torno al reto de asumir el paradigma de la responsabilidad social y apostar por la asociación con el sector privado como motor de desarrollo y de lucha contra la pobreza.
Para caracterizar estas relaciones empresas-ONG, hay quienes afirman que éstas se basan en dos tipos de comportamientos: “centrífugos” (facilitadores de la relación) y “centrípetos” (inhibidores de la interacción), constatando que «se observa un alejamiento entre ambos agentes en el ámbito público y un acercamiento en el ámbito privado» (Valor y Merino, 2005). Otros autores plantean esta misma dualidad en términos de confrontación frente a colaboración (Carreras, 2006) o diferenciando entre relaciones económicas, cuyo fin sería obtener recursos para financiar actividades, y relaciones políticas, con objeto de «intervenir en defensa de terceros o promover cambios en el modelo de comportamiento de las empresas. Estas relaciones pueden evolucionar desde la confrontación y denuncia al diálogo y en un estado avanzado pueden convertirse en fórmulas de consulta» (Ramos et al., 2004). Otros, incluso, no tienen en consideración a las ONGD opuestas al entendimiento con el sector privado empresarial: «Si dejamos a un lado las relaciones de conflicto, que a menudo son un estadio previo, podemos distinguir tres niveles relacionales con estos actores: la comunicación, el diálogo y la participación». Para estos autores, «el conflicto inicial entre empresa y comunidades locales y ONG, muy frecuente en países en desarrollo, es también un mecanismo catalizador, si se gestiona correctamente, de las relaciones de colaboración entre las diferentes partes» (Arenas et al., 2009).
En primer lugar, así pues, se encuentran las organizaciones que consideran positivo aumentar la participación de las grandes corporaciones como agentes de desarrollo y motor de la lucha contra la pobreza. «¿Qué pueden hacer las empresas privadas para contribuir a los Objetivos del Milenio?», se pregunta la ONG Proyecto Local, y para responder remite a una cita del economista Michael Porter: «Las empresas deben aprender a integrar sus actividades con la sociedad, mientras que las organizaciones sociales tienen que aprender a colaborar con las empresas en lugar de desconfiar de ellas». Así, según esta organización, «una de las formas de interacción y cooperación entre múltiples agentes que se han demostrado más acordes y eficaces en la consecución de estos grandes objetivos son las alianzas público-privadas para el desarrollo, de ahí que hayan puesto en marcha el proyecto Empresas solidarias y Alianzas para el Desarrollo. En esta línea de colaboración con el sector privado está, asimismo, CODESPA, organización que ofrece diferentes vías de actuación conjunta a las empresas y con quien ya colaboran Repsol, Mapfre y el BBVA (la ONG y el banco han constituido el Fondo BBVA CODESPA Microfinanzas). Otras organizaciones de desarrollo que apuestan por una mayor interacción con las grandes empresas a través este tipo de alianzas son Solidaridad Internacional, Acción Contra el Hambre, Ayuda en Acción, Ecología y Desarrollo e Ingeniería Sin Fronteras-ApD.
En segundo término, avanzando en la tensión continua entre confrontación y colaboración, diferentes ONG han establecido relaciones de diálogo con las grandes empresas con objeto de influir en sus prácticas sobre el terreno y producir cambios en el comportamiento empresarial. Uno de los ejemplos más documentados ha sido el caso de la relación de Repsol YPF con Intermón Oxfam, a raíz de las operaciones de la petrolera en territorios indígenas en Bolivia, cuyos resultados finales no han sido satisfactorios para todas las partes (Arenas et al., 2011). En una línea similar, el Observatorio de RSC (2011) ha puesto en marcha la herramienta “Escáner 1.0” para ayudar a la toma de decisiones en la colaboración en proyectos de la empresa privada: según su informe, se trata de «generar un procedimiento a la hora de conformar alianzas con las empresas en el ámbito de la cooperación al desarrollo» y de «crear mecanismos y herramientas de gestión que sean capaces de estructurar y sistematizar dicho proceso, así como de objetivar la toma de decisiones». En general, a pesar de que han podido darse caso concretos que hayan mostrado los efectos positivos de la acción de las ONGD en el cambio de las “malas prácticas” empresariales, no puede concluirse que estas relaciones estén dando los frutos que se preveían en un principio. Y es que, a pesar de que muchos de estos programas están en marcha en la actualidad y en ocasiones llevan ejecutándose desde hace un lustro, los pocos estudios realizados hasta el momento muestran que en las ONG «no existe medición o monitoreo que permita observar el progreso de las alianzas, los programas y proyectos y el impacto de los resultados de las acciones generadas» (Flores et al., 2011).
Por último, diferentes organizaciones no gubernamentales, en base a las investigaciones realizadas en los últimos años, ponen en cuestión las malas prácticas y los impactos sociales, ambientales y culturales de las empresas transnacionales en los países del Sur (pueden verse al respecto, por ejemplo, los trabajos de OMAL, ODG, Hegoa o SETEM) y consideran que estas compañías no han tratado tanto de cambiar las prácticas empresariales como de modificar la forma en que éstas son percibidas por la sociedad. Por ello, estas organizaciones consideran que no tiene sentido entrar en procesos de colaboración con las empresas sino que, al contrario, es conveniente ejercer un papel de contrapeso frente al poder corporativo. En este sentido, parten de la idea de que «la presión política y económica dominante empuja a las ONG, y muchas de ellas reciben el empuje con gusto, hacia un “partenariado tóxico” con las grandes empresas, un lobby en sentido inverso que las lleva a reconocerlas como los agentes fundamentales de la cooperación al desarrollo, que perdería así su sentido solidario» (Romero, 2009). De esta manera, diversas ONGD afirman que con las alianzas público-privadas se va a profundizar en un modelo socioeconómico que no conlleva efectos positivos sobre el desarrollo y que, al final, sólo servirá para favorecer de nuevo los negocios empresariales. La red Eurodad, por ejemplo, denuncia que se estén financiando con fondos públicos los intereses privados, mientras Enginyeria Sense Fronteres sostiene que el Fondo de Agua y Saneamiento se ha convertido en un mecanismo para la internacionalización de las empresas españolas.
Con todo ello, con los antecedentes de grandes empresas como Coca-Cola, Repsol, BBVA o Telefónica, denunciadas por haber cometido graves delitos contra los derechos humanos, ambientales, civiles y laborales (véanse, por ejemplo, las sentencias del Tribunal Permanente de los Pueblos), ¿tiene sentido que sean éstas las encargadas de configurar la agenda de las políticas oficiales de desarrollo? Y, en el mismo sentido, ¿pueden las ONGD trabajar por la defensa del desarrollo humano sellando alianzas con compañías transnacionales acusadas precisamente de vulnerar los derechos que lo posibilitan? Hoy, cuando está teniendo lugar toda una reconfiguración de la nueva arquitectura global del desarrollo y, en el corto y medio plazo, se augura una crisis en el sector de la cooperación internacional debido a la falta de recursos y financiación, el debate está servido.
Fuente: http://www.alainet.org/active/48883&lang=es
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